Voces
En su momento vivir en
un sexto piso parecía ser un buen lugar para escribir. Observar la ciudad desde
su escritorio podía funcionar. No tenía otra opción más que ignorar el vértigo
que siempre le habían causado las ventanas. Confundió el humo de tabaco que
exhalaba con el humo que exhalaba su tío hace tantos años ya; siempre dijo que
fumar no tenía que ver con la valentía; no fumar, más bien, era de cobardes. Lo
mismo con el alcohol. Y su tío decía todo esto, por supuesto, con un vaso lleno
de whiskey en la mano. Un cigarro ya era parte de él. Es irrisorio cuidar de tu
salud, hablar médicamente sobre el daño del tabaco, sobre un vaso de whiskey; o
dos vasos; o vasos de whiskey infinitos. En la cocina abrió el cajón junto a la
estufa y sacó un vaso de vidrio. Lo situó en la mesa al mismo tiempo que se
quitaba el cigarro ya terminado que sostenía con la boca. Mojó el cigarro con
el agua del lavabo y después, apagado, lo tiró a la basura. La botella de
whiskey ya estaba en la mesa. Llenó el vaso a la mitad y encendió otro cigarro.
No solo el imbécil de su tío, sino su otro tío también, y su madre, incluso su
padre, toda su familia estúpida; todos ellos sentados en la mesa comiendo, y
ellos gritando con la cara enrojecida, gritando como si supieran absolutamente
todo, como si sus voces pudieran cubrir todas las voces, taparlas, acariciarlas
y dejarlas ahí, dormidas, evidentemente humilladas. Las voces de todos ellos
irradiaban depresión, sus gritos de sabiduría eran gritos desesperados, gritos
sin salvación. Estaban muertos desde el principio. Estuvieron muertos siempre.
Por eso la asquerosa miseria que le contagiaban. Los dos vasos de whiskey que
se ha tomado en el transcurso de la mañana de ese domingo gris hacen que le den
ganas de orinar. De la cocina se dirige a su cuarto y sin cerrar la puerta
entra al baño y a través de su sexo fláccido desparrama la orina que es casi
transparente y como hipnotizado observa el río que vuela y desemboca en ese
pequeño charco que se va transformado su color en amarillo y él piensa, piensa,
piensa todo el tiempo. Se sube los pantalones y sale del baño y en su cabeza
aparece Lorenzo, la novela que escribió Lorenzo, qué mala novela, qué mediocre
novela escribió Lorenzo. Lorenzo; esos tres años encerrado en su casa escribiendo,
divorciándose de su esposa, desconociendo a sus hijos, todo para escribir, para
escribir sin parar, excluyéndose del mundo, voluntariamente marginado,
completamente solo, sin necesidad de compañía, de diálogo superfluo, de mojar
la boca que se seca por no hablar; pensar no es hablar y la boca se seca, si no
se habla con nadie se tiene que pensar en voz alta, se tiene que gritar.
Lorenzo tuvo que haber gritado mientras escribía esa novela horrible. Desde su
cuarto ve las fotos que están en la sala a un costado de la televisión. Ahí
está Lorenzo, Roberto, Santiago. Ahí está él. Todos ellos jóvenes. Observa las
fotos. No recuerda los lugares en los que se encuentra, pero llora lentamente.
Probablemente eran departamentos de sus amigos en donde se quedaban toda la
noche bebiendo, hablando de novelas que quería escribir, sin tanto entusiasmo,
pero con la suficiente disposición para hacerlo. Nota que en casi todas está
sonriendo. Lo atormentan los recuerdos. Se dirige a la cocina mientras enciende
un cigarro. Se sirve otro vaso de whiskey. Observa la ventana por varios
segundos. Como siempre, desde que vive ahí, siente vértigo. Se sienta en su
escritorio. El mismo escritorio en donde escribió su segunda novela. El mismo
escritorio en donde usó sus últimas fuerzas para escribir. Pero ya no más. La
literatura no tiene sentido. Puedes pensar, pensar y pensar, pero la literatura
no tiene sentido. Eres el mismo antes y después de escribir. No cambia nada. Se
escribe para cambiar, para cambiar las cosas, para cambiar al sujeto. Pero las
cosas no van a cambiar. Eso se comprende después de escribir dos novelas. Es
difícil entender cómo hay escritores que escriben tanto, durante toda su vida.
Siente un retortijón en el estómago y con prisa regresa al baño. Se sienta en
el excusado con el vaso de whiskey en la mano. Evacúa. Le disgusta el olor.
Quiere terminar rápido pero no puede. Observa su sexo. Se lo frota. Intenta
masturbarse. Su sexo no reacciona y se mantiene fláccido. Su sexo está muerto.
Lorenzo está muerto. Sus tíos están muertos. La literatura está muerta. Todo
está muerto. El vértigo que le provoca la ventana. Se levanta del excusado. Se
termina el vaso de whiskey y lo avienta al piso. El vidrio se rompe. Su mirada
está fija en la ventana. Camina lento hacia ella. Avienta su cigarro al piso y
no le importa el fuego. Ya no hay fuego. La ventana. La abre. Un par de golpes
en su puerta interrumpen lo que estaba por hacer. Se dirige a la puerta. La
abre. Es ella, que dice: te sigo amando.
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